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27 abr 2009

Círculo

A menudo, José C. pensaba que todo el mundo se apropiaba de sus ideas. Cuando comenzaba a escribir durante las clases en su diminutivo despacho de la facultad de Periodismo borraba una y otra vez las enroscadas frases, “Esto ya se escribió”, “Recuerdo estos adjetivos de no sé dónde”, “¿Quién me dijo el otro día estas construcciones?” eran algunos de los pensamientos que frenaban su pluma y su voluntad a cada segundo. José C. nunca se alteraba por nada. Había conseguido su empleo por pertenecer a un grupo de la iglesia católica y se entregaba por completo a su nuevo oficio. Le habían asignado un despacho pequeño, con una sola cristalera hacia el pasillo que él procuraba mantener engrasada para atender rápidamente a los profesores. Los alumnos eran tan sólo alumnos.

Una mesa pintada de verde ocupaba todo lo largo de la estancia sobre la que se apilaban decenas de carpetas, bolígrafos y clavos con un orden casi cósmico. Completaba el mobiliario con dos anaqueles oxidados, una percha de un solo cuerno y algunas cajas llenas de camisetas que una marca de refrescos regalaba por la compra de cuatro latas. La expendedora estaba muy cerca de la puerta de conserjería. Allí la colocó José C. cuando notó que algunos chavales la golpeaban para extraer refrescos gratis o el endiablado invento se quedaba con la mitad del cambio, lo que ocurría frecuentemente.

El aulario, dividido en seis clases rectangulares y un pasillo común debí abrir sus puertas a las cuatro de la tarde. Con sol o diluviando, José C. no aparecía hasta las cuatro menos un minuto, con su litro de agua bajo un brazo y unos cuantos folios doblados en el bolsillo de su chaqueta. Cierta vez se retrasó casi un cuarto de hora pero no se recuerda que llegara nunca antes de su hora. Las clases comenzaban cuando los profesores acudían a las aulas sin que hubiera que cumplir con un horario determinado. Cosa ésta que disgustaba mucho a José C. si bien se cuidó de no comentar nada a sus compañeros, primero porque cualquier crítica le parecía una forma se soberbia; además, y esto le había costado muchas oraciones, nadie le prestaba excesiva atención.

Una vez que los estudiantes desaparecían de la entrada José C. recogía las colillas y los envoltorios de chicles que se esparcían por el pasillo y se sentaba a escribir. El rumor de una acequia cercana se disolvía en su concentración aunque el hedor de las aguas estancadas aún aguantaba una media hora. Cada línea que surgía de su bolígrafo de tinta negra se mantenía intacta apenas tres segundos. Entonces, una gruesa goma devolvía al papel su inocente blancura. De nuevo, unas cuantas palabras lanzaban su mano al extremo del folio para retornar, goma en ristre, hasta el punto de inicio de su mal formada recta. Algunos días, escribía y borraba durante horas, repitiendo, al final de la tarde, las mismas oraciones varias veces sin recordar que ya habían sido escritas y difuminadas. José C. no entendía porqué las musas habían abandonado su ingenio. Entonces, suspiraba y volvía a escribir: “A menudo, José C. pensaba que todo el mundo se apropiaba de sus ideas”.



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