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22 sept 2015

¿Cuál es el sujeto? ¿Yo o el camino?


El pasillo está oscuro. La humedad me dificulta el respirar. La oscuridad que me rodea es anti natural. No hay ojos que se puedan acostumbrar a ella porque parece creada para que ningún ojo pueda jamás acostumbrarse a esto. Mis pulmones desde luego no se acostumbran. No sé cuánto tiempo llevo recorriendo estos pasillos pero a cada segundo la humedad de sus paredes y esta presión extraña que siento por todo el cuerpo parecen crecer en vez de mermar. En lugar de acostumbrarme a esta oscuridad a cada paso me parece que me inunda más y más. Pero sigo avanzando, cada vez más pesadamente, siguiendo el reguero. Siguiendo los latidos de mis sienes que parecen empujar cada una de mis moléculas para que siga avanzando. Y cuando las paredes de repente son de acero la presión en mi pecho se reduce. Pero entonces siento el estomago pesado. Como si hubiese comido algo horrible. Como si hubiese devorado un alma que no me correspondía arrebatar. Y yo no contento con robarla decidí hacerla parte de mí para siempre y cargar con el peso mientras avanzo. El suelo bajo mis pies se vuelve opaco. Y el rastro de sangre es entonces una línea carmesí que irrita el ojo, que parece representar todo lo malo que puede sentir alguien en sus carnes. Todo estaba bien. Todo estaba opaco. Y de repente trazaste una línea roja. Todo era oscuridad. Y de repente, el dolor.

Punzante pero sobre todo vibrante. Eso es, vibrante. Como si te atravesaran con una de esas mini sierras para trinchar el pavo que tienen todos los americanos de las películas en acción de gracias. O los americanos en las películas de acción de gracias. Como si el artículo deformase todo lo que le viene detrás. No. Que avanzo no es más que eso. Que avanzo. Sólo tiene relevancia porque voy a llegar a un sitio. ¿De otra forma? ¿Cuál es el sujeto? ¿Yo o el camino? ¿Hago yo el camino al andar o el camino me hace a mí al andar sobre él? Pero avanzo que es el verbo desprovisto de valor en esta onírica parte de mi viaje y relato y mientras lo hago las paredes de repente son una cueva. Y ahora el suelo es rojo. Y es más espantoso aún mi silencioso guía. Lo es porque aunque pudiera parecer increíble parece destacar más aún que sobre el suelo opaco. Y es un pensamiento horrible que me sube las nauseas hasta la garganta y me hace empezar a sentir pánico. Pero un pánico atroz. Como el pánico que se le tendría a una situación tan dispar como esta en la que me encuentro. No quiero avanzar. No quiero llegar a donde sé que tengo que llegar pero no puedo sino seguir avanzando porque siento su presencia heladora en mi espalda. Y su presencia me impone una emoción tal que con sólo haber recordado que está tras de mí siento ganas de llorar y empiezo a avanzar más rápido. Ahogándome en mí mismo mientras se me escapan gemidos que son casi como aullidos de desdicha y horror. Como el grito del hombre que se sigue a sí mismo, y por fin, se encuentra.

No hay manual de instrucciones para la violencia. Ni lo había para mí mismo cuando empecé a intuirme. Y el resultado está frente a mí. A través del cristal puedo verlo todo perfectamente. Dentro estoy yo. Y el otro al que estoy viendo también soy yo. El otro grita, pero no se oye a través de las duras y frías paredes. Acerco mis manos y mi cara al cristal y lloro en silencio mientras contemplo como lo mata una vez más. En el interminable ciclo. Y el yo que empuña el cuchillo lo deja caer con un odio tan atroz, con una violencia tan pura y perfecta, que mis lágrimas parecen carámbanos al salir de mis lagrimales. Como pequeños cristales que me rajan el alma y que nunca podré extirparme con éxito. Lo peor de todo es el tambor que escucho. Que escucho y que no sé si en realidad escucho. ¿Hay tambor o sólo está en mi imaginación, torturándome? Es como un sonido ritual. Como el de la invocación de un Dios que sólo ha prometido muerte. Y lo peor de todo es que estoy aquí sólo en el cristal. Por eso lloro. Hay dentro hay dos versiones de mí. Una matando y otra dejándose matar. Eternamente. Juntas. Y yo estoy condenado a mirar desde aquí. Solo. Pero no puedo seguir mirando mucho tiempo, porque empiezo a sentir su presencia heladora tras de mí y el miedo me vuelve a subir por la garganta. Y vuelvo a avanzar aunque no quiera porque sé lo que me espera. Un cristal, y luego otro, y luego otro, y luego otro. Por el que mirar eternamente solo. Hasta que el pasillo se acabe y me encuentre a la muerte de frente y me pregunte con su sonrisa de suficiencia.

-¿De qué has estado huyendo?

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