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2 feb 2012

Perro sin correa


Buscó un sitio del cenicero donde poder apagar el cigarrillo. Anotó mentalmente que debía vaciarlo aunque sabía que no lo recordaría. Inconvenientes de tener toda la marihuana que uno quiera. Se frotó la mano vendada y un relámpago de dolor le recorrió hasta impactar en la muñeca. Las autoridades sanitarias recordaban no liarse a puñetazos con una pared en el baño de la discoteca. Pero no solía seguir los consejos de las autoridades sanitarias, además casi todo el tiempo hablaban sobre lo que no tenían ni zorra. Era fácil verlo desde fuera. Qué bonito era subirse al estrado y hablar sobre como la marihuana mataba neuronas cuando no eras tú el que tenía un infierno en los sesos. En cualquier caso, mejor contra la pared que contra la cara de algún desgraciado. Las paredes no acuden a la pasma. Suspiró y siguió organizando posturas con el peso digital. Una vez escuchó que el camello curraba menos que el funcionario. Estaba seguro de que quién lo había dicho no había sido camello en su puta vida. Tenía sus ventajas claro, como aún no haber cobrado el cheque del paro. Ahora solo lo hacía para no levantar demasiadas sospechas, aunque en el pueblo todos saben quien pasa y a todos se la come. Ya no necesitaba las migajas que le tiraba el Estado una vez se había atiborrado de comida basura. Y en cualquier caso, el mes que viene se le acababa el chollo. Fin de sus meses de subsidio. Hasta los parásitos tenían contratos ahora. Sin aspiración a ascender claro. O a renovación. Tampoco los quería. En las calles todos sabían quién era. Estaba tomándose un cubata tranquilamente y tres chavales que no conocía de nada se acercaban, le llamaban por su nombre y le preguntaban que “si le quedaba algo”. Otra cosa eran las mujeres, era difícil tener a una al lado que soportase las idas y venidas de un camello de barrio. O que cualquiera pueda llamar al timbre a casi cualquier hora. Puede ser un cliente, lo cual es muy probable, pero cualquier día podían ser los nacionales. No es vida para una mujer. Además, siempre le habían inculcado en que aquella que se quedase con él cuando las cosas estaban feas, esa es a quién no debía perder. Ninguna se había quedado ninguna de las veces, que por desgracia habían sido bastantes, demasiadas, que se habían puesto feas. Y mucho menos Merce. Cuando se largó le dijo que era un fracasado. Con todas las letras y en toda su cara. Fracasado. Eso duele. Ahora era distinto. Mercedes se llamaba el carro para el que ahorraba. Y tenía por doquier candidatas a ser la dueña que le pusiese el collar. Pero él era un perro infiel, callejero. No se sentía cómodo si dormía todas las noches en el mismo pecho. Solo pensar en algo así empezaba a sentir un ataque de ansiedad. El sexo le aburría un poco ahora que tenía toda la hierba que quisiese. Se hizo un porro, lo encendió y conectó el Nokia. Ninguna llamada perdida. Con el otro móvil sería diferente, las siete de la tarde del viernes. Muchos estarían tirándose de los pelos. Sonrió. Le encantaba esa día. Se sentía poderoso. Imaginándolos marcando su móvil una y otra vez, venga a fumar tabaco asqueroso. Al Pollo no le quedaba material, iba a ser una noche dura. Pero también se sacaría un buen pico. Encendió el Motorola y esperó mientras los mensajes de llamadas perdidas, haciendo vibrar la mesa, entraban uno tras otro. 

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