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1 sept 2011

Flechazos Platónicos Repentinos



Las palabras bailaban ante los ojos de Pedro al ritmo de las vibraciones y traqueteos de la línea 21. Pedro era un sinfín de cosas, gestor de recursos en prácticas, bebedor de vino, amante taimado y sobre todo, desde toda la vida, Pedro era devorador de palabras. Ahora mismo estaba leyendo a Henry Miller en el trayecto de vuelta a casa. Un bache algo más grande de lo habitual provocó que Pedro se despertase de su embrujo justo a tiempo para tirar de la parte de debajo de la goma de sus calzoncillos con el objeto de disimular su erección. Miller siempre le ponía cachondo. Justo en frente de él había una joven con los cascos del ipod silbando mientras movía la cabeza. Le gustaba. Aunque últimamente le gustaba cualquier chica que no conociese. El problema era cuando llegaba la tercera o cuarta citas. Resultaba que todas eran un poco iguales. Incapaces de comunicarse con él a los dos niveles que él más importantes consideraba. La que podía entender su cerebro no podía entender su alma, y al contrario. Y la mayoría no entendían nada de nada. No es que con veinticinco años quisiese casarse y sentar la cabeza, pero una vez que descubrió que jamás tendría la vida nómada con la que siempre soñó y que a los editores no les interesaban los relatos cortos “plagados de corta y pega a Bukowski” no tuvo más remedio que admitir que no le gustaría morir solo. Y se puso a buscar a la mujer de su vida. El problema es que desde pequeño Pedro siempre había sido muy meticuloso y muy exigente en casi todas las facetas de su vida, quizás hasta un tanto neurótico, aunque últimamente el Diazepam calmaba eso por alguna razón que ni comprendía ni quería comprender. La chica de los cascos se fijó en la portada de su libro y luego en él y sonrío. Luego giró la cabeza para mirar por la ventana mientras seguía sonriendo. A Pedro el corazón se le paró una décima de segundo. Algo imperceptible para él pero que aún así le produjo una especie de shock. Él los llamaba sus “flechazos platónicos repentinos”. Se perfiló una imagen de la chica. Estaba escuchando a Louis Armstrong, concretamente su maravillosa versión de “La vie en rose”. Le gustaba tararearla mientras hacía el desayuno y sería lo primero que oiría Pedro al día siguiente cuando se despertase. A ella haciendo el desayuno y tarareando “La vie en rose”. Lo que le obligaría a quererla durante el resto de la eternidad. Le gustaba Miller, eso era evidente, pero en su pequeño bolso de mano llevaba una edición muy vieja y sobada de “Báilame el agua”, llena de pequeñas anotaciones y subrayada una y mil veces. Era tímida pero tenía una gran fuerza interior. Le gustaba el mar, pero también la montaña. Y la lluvia, le encantaba la lluvia. Tenía un gato, quizás incluso dos. Pedro se sonrío a sí mismo. Lo más probable era que en realidad en su bolso solo tenía artículos de maquillaje. Solo había visto la película de “Báilame el agua”, pero no había leído el libro. Y dios, estaba escuchando Beyoncé. O quizás no. No perdía nada por averiguarlo y a lo mejor hasta se acostaba con ella esa noche. Se decidió por entrarle con confianza y sin miedo, a saco, si se asustaba…bueno, “lo quiero todo o nada soy así de drástico” pensó. Levantó la vista justo a tiempo de verla bajarse en la parada del autobús. Tarde, otra vez es tarde. Pedro decidió que en cuanto llegase a casa se prepararía un buen baño caliente y se haría una paja. Y volvió a Miller.

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