El quinto café antes de las once de la mañana es el que
finalmente me saca de mi ensimismamiento y me obliga a ir al baño a cambiarle
el agua al canario. Lo peor es ese momento en el que te miras al espejo y caes
en la cuenta de que al final has acabado siendo como todos los demás. No estás
en la cima de Nueva York diseñando la nueva campaña de Pepsi que disparará sus
ventas por encima de las de Coca-Cola. Ni siquiera estás currando de lo que
estudiaste. Ni siquiera sabes una palabra de puto inglés que no sea “mai niem
is”. Eres contable porque tu tío el que tenía una empresa inmobiliaria
necesitaba a un contable y aprendiste que los oficios no se aprenden en libros
si no doblando el lomo, como todo.
Y, como todos los demás, lo único que te queda es escoger
una cuchilla nueva y ultra-moderna a ver si esta vez, como prometen todos los
putos anuncios que no estás escribiendo, no te deja la piel cada vez más áspera
y vieja. Fantasear con que te toca la lotería y montas un chiringuito en punta
cana. Masturbarte con cara triste en el aseo de minusválidos mientras piensas
en cepillarte a la secretaría de tu tío, tu jefe.
Lo peor es ese momento en el que caigo en que no soy
especial, y que todos se sienten igual de mierda por dentro que yo. Así que al
salir del baño saco el sexto café de la máquina y dejo de quejarme.
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