Es como si los últimos tres años hubiese estado
criogenizado, esperando para volver a la acción. Ahora el coma es algo lejano y
ni siquiera sé cómo caí en él. Ya no recuerdo las noches en vela llorando ni
tan siquiera aquella sensación de estar viendo mi propia vida a través de una
pantalla cristalina. Vuelvo a tener a la vida agarrada por los cojones y no
tengo la más mínima intención de soltarla. No es que ella me fuese a soltar a
mí si la situación fuese al contrario. No, si la vida te tiene agarrado por los
cojones ya puedes suplicar pero no servirá de nada. Me he despedido de mi
psiquiatra porque es un inútil que cree que su trabajo es como el de una
oficinista de atención al cliente, pero con recetas. Alguien llega, le hace un
par de preguntas y va siguiendo el guión hasta que le lleva al nombre de un
medicamento, punto. En nuestra última sesión le pregunté por qué era mejor
estar enganchado a los ansiolíticos que a los estimulantes. No supo contestar
nada que merezca la pena transcribir.
A mí lo que la sociedad estipule como correcto me la trae
floja. Llevo 16 horas trabajando sin parar y estoy mejor que nunca. Me queda
cocaína como para matar a un caballo de carreras y otras 20 horas de fin de
semana por delante. El lunes entraré en la oficina con el proyecto bajo el
brazo y cuando lo exponga y las mandíbulas de todos caigan con un sonido
decrépito al suelo y me pregunten que cómo coño lo he hecho me limitaré a
sonreír y a decir:
—He vuelto.
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