Se toca el extremo de sus largos cabellos rubios de bote. Se
le ven los colmillos cuando sonríe. No es que yo sea Julio Iglesias, ni falta
que hace, pero creo saber unas cuantas cosas. Como por ejemplo que eso
significa que se dejaría meter mano (al menos por mí) por debajo de la falda
después de hacerla reír y beber lo suficiente. Pero no son esos los planes que
el destino a reservado hoy para ella. No es ese el propósito que me ha llevado
a acercarme con la excusa de que la centralita de mi teléfono no funciona
correctamente. No funciona bien desde hace ya más de una semana, pero no he
dicho nada. Estoy teniendo una especie de mini-vacaciones en la oficina y nadie
se está enterando. Vale, no estoy en el Líbano visitando ruinas de hace siglos
que me importan una mierda pero quedan muy bien en Instagram, ni en las Bahamas
preguntándome por qué me he gastado un dineral en tener arena mojada en la raja
del culo y los huevos escocidos del roce del bañador, pero es un respiro. Las
llamadas realmente importantes al no obtener tono al intentar contactarme
llaman al teléfono general y dan conmigo. Las llamadas estúpidas y cargantes
(aproximadamente el 70% de las que recibo) simplemente cuelgan y deciden buscar
en Google cómo cojones solucionar su problema, que es lo que deberían haber
hecho desde el puto principio. Pero he decidido renunciar a estas vacaciones a
cambio de un bien superior. Cuando he salido a mear esta mañana la he visto,
tras ella, quieta y silenciosa, observándola. Al principio he pensado que era
una alucinación pasajera, pero quince minutos después he vuelto a salir de mi
oficina y ahí seguía. Con esa extraña elegancia que desprende y esa mezcla
entre fascinación y horror que me hace sentir cuando pienso en Ella. Así que
allí me he dirigido. Lo bukowskiano de la situación no deja de recordarme a “Pulp”
todo el rato. Ahí está ella y detrás, la Señora Muerte. Antes de que termine de
reír la ataco con otro chiste malo pero encantador. La rubia de bote se
recuesta y cruza las piernas. Recuerdo ese párrafo que dice:
“Empecé a mirarle fijamente las piernas. Siempre he sido un hombre de piernas. Fue lo primero que vi al nacer. Después intenté salir. Desde entonces he intentado la dirección contraria pero con bastante poco éxito.”
Y no puedo evitar reír yo también. Por fortuna ella lo
interpreta como un gesto encantador. Al mirar de refilón por encima de su hombro
veo que Ella se sonríe. Hacer reír a la Muerte es, como mínimo, digno de
figurar en mi currículum. Le pregunto si no echa en falta un café a la hora que
es y por toda respuesta se levanta y coge su bolso. Al caminar a su lado
levanto disimuladamente la mano para ver si puedo tocar la de Ella. La Señora
Muerte me la coge. Ha mirado para otro lado intentando que no se le note pero
la he visto volver a sonreírse. Avanzamos los tres por el pasillo. Vuelvo a
pensar en “Pulp”.
“Y estaba Céline y la señora Muerte. Siempre estaba la señora Muerte. Ésa sí que era una puta. Quiero decir que ¿qué otra cosa se le podría llamar?”
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