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7 oct 2015

La Señora Muerte


Se toca el extremo de sus largos cabellos rubios de bote. Se le ven los colmillos cuando sonríe. No es que yo sea Julio Iglesias, ni falta que hace, pero creo saber unas cuantas cosas. Como por ejemplo que eso significa que se dejaría meter mano (al menos por mí) por debajo de la falda después de hacerla reír y beber lo suficiente. Pero no son esos los planes que el destino a reservado hoy para ella. No es ese el propósito que me ha llevado a acercarme con la excusa de que la centralita de mi teléfono no funciona correctamente. No funciona bien desde hace ya más de una semana, pero no he dicho nada. Estoy teniendo una especie de mini-vacaciones en la oficina y nadie se está enterando. Vale, no estoy en el Líbano visitando ruinas de hace siglos que me importan una mierda pero quedan muy bien en Instagram, ni en las Bahamas preguntándome por qué me he gastado un dineral en tener arena mojada en la raja del culo y los huevos escocidos del roce del bañador, pero es un respiro. Las llamadas realmente importantes al no obtener tono al intentar contactarme llaman al teléfono general y dan conmigo. Las llamadas estúpidas y cargantes (aproximadamente el 70% de las que recibo) simplemente cuelgan y deciden buscar en Google cómo cojones solucionar su problema, que es lo que deberían haber hecho desde el puto principio. Pero he decidido renunciar a estas vacaciones a cambio de un bien superior. Cuando he salido a mear esta mañana la he visto, tras ella, quieta y silenciosa, observándola. Al principio he pensado que era una alucinación pasajera, pero quince minutos después he vuelto a salir de mi oficina y ahí seguía. Con esa extraña elegancia que desprende y esa mezcla entre fascinación y horror que me hace sentir cuando pienso en Ella. Así que allí me he dirigido. Lo bukowskiano de la situación no deja de recordarme a “Pulp” todo el rato. Ahí está ella y detrás, la Señora Muerte. Antes de que termine de reír la ataco con otro chiste malo pero encantador. La rubia de bote se recuesta y cruza las piernas. Recuerdo ese párrafo que dice:

“Empecé a mirarle fijamente las piernas. Siempre he sido un hombre de piernas. Fue lo primero que vi al nacer. Después intenté salir. Desde entonces he intentado la dirección contraria pero con bastante poco éxito.”

Y no puedo evitar reír yo también. Por fortuna ella lo interpreta como un gesto encantador. Al mirar de refilón por encima de su hombro veo que Ella se sonríe. Hacer reír a la Muerte es, como mínimo, digno de figurar en mi currículum. Le pregunto si no echa en falta un café a la hora que es y por toda respuesta se levanta y coge su bolso. Al caminar a su lado levanto disimuladamente la mano para ver si puedo tocar la de Ella. La Señora Muerte me la coge. Ha mirado para otro lado intentando que no se le note pero la he visto volver a sonreírse. Avanzamos los tres por el pasillo. Vuelvo a pensar en “Pulp”.


“Y estaba Céline y la señora Muerte. Siempre estaba la señora Muerte. Ésa sí que era una puta. Quiero decir que ¿qué otra cosa se le podría llamar?”

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