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23 nov 2015

Control de animales




A Lucas hay cosas que le fascinan del ser humano. Esas incongruencias, esa falta total y absoluta de juicio propio y lógica desnuda que todos parecen ser capaces de exhibir ante sí mismos en las frías y largas noches de invierno en las que reflexionan a causa del insomnio. Sus congéneres reflexionaban porque tenían insomnio. Lucas tuvo insomnio porque reflexionaba. Pero de eso hacía años, antes de que Lucas terminase de comprender y sobre todo aceptar ciertas cosas sobre sí mismo. Los seres humanos siempre se han creído lo que han querido creerse. Lucas piensa en el control de animales. ¿Cómo pueden los seres humanos aceptar eso como algo tan lógico cuando no es más que la revelación final sobre su propia naturaleza? Él se vería capaz de entenderlo si todas las piezas encajasen entre sí. Pero no lo hacen. Los seres humanos echan a otras especies de sus ecosistemas. Esa es su verdadera naturaleza. Crean ciudades y construyen muros basándose en conceptos ficticios que simplemente todos fingen asumir y asimilar como algo innegable a su propia existencia. Pero no lo es. Son una especie que domina, que llega a un terreno, lo mea a su manera y empieza a echar al resto de especies. En las ciudades pasean furgonetas que se encargan de recoger perros y gatos callejeros que en el 80% de los casos acaban muertos. Ninguna especie que moleste va a compartir su ecosistema. Eso es algo que todos asumen como natural y que Lucas ve horrible. Eso es, horrible. Primero descubren perros y gatos y los domestican, los sublevan a ellos, los vuelven sus compañeros. Y a los que no lo son, los eliminan. Un perro o un gato sólo tienen derecho a vivir si tienen un dueño humano, si pasean por la ciudad son una plaga. Ninguno de ellos, simios que se levantan cuando amanece (como el resto de animales), se lavan la cara, se afeitan el vello y se ponen un traje, son capaces de asimilar qué son en realidad. Son simios. Simios que han bajado del árbol y se han adueñado de la jungla. Simios que delimitan su territorio en el bosque basándose en el que pueden abarcar y defender, no en el que necesitan; construyen garrotes con las ramas; y empiezan a echar a todas las otras formas de vida animal de las que no se pueden alimentar. Para los cerdos granjas de alimentación, vacunas, controles sanitarios y desollamiento para alimentar a sus bebés simios. Para las moscas insecticida. Para los perros collar. Simios que bajan del árbol y lo talan porque les estorba, sin importar todas las especies con las que convivían cuando vivían entre sus ramas (de lo que no hace sino un rato en términos evolutivos) ni las que quedan por llegar. Simios que escogen el ave con los huevos más sabrosos y la encierran en un corral. Al resto les talan las casas, y a los de colores más bonitos, les fabrican casas nuevas con barrotes de madera. Todo esto hacen los seres humanos, reflexiona Lucas una vez más. Es un pensamiento recurrente en estas situaciones a las que se expone. Lucas da otra calada amplia al cigarrillo y el sabor químico del pentobarbital aún deshaciéndose en los ácidos de su estómago le asciende hasta la garganta. Traga saliva y un moco asqueroso y enorme se le revuelve en la tráquea. Tose y escupe. Necesitará algo para el flujo gástrico más tarde. Lucas no es aficionado a los barbitúricos, ni por lo general a ningún tipo de droga, pero su pieza de esta tarde tenía un frasco en el bolsillo. A él le ha dado tres píldoras. Está colgado por los pies de una viga de su propio sótano. El lugar siempre es importante. Somos simios, le damos valor al territorio. A uno le retuerce más las tripas que un desconocido le cuelgue por los pies en el sótano de su propia casa que despertarse atado a una silla en una habitación desconocida. Es la sensación de que no tienes el control en absoluto y jamás lo tuviste lo que Lucas busca provocar en su presa de esta tarde. Quiere que sienta que lleva toda la vida auto-engañándose, que el mundo en el que creía no existe. Sólo es algo que le han vendido por la tele. Pero mientras él se limitaba a engullir patatas Ruffles York’eso con las dos manos el mundo ahí fuera seguía siendo real. Y ahora es la presa de un depredador más fuerte. El hombre es gordo, pero no demasiado, más bien fondón. Deberá pesar unos noventa kilos y aunque apenas rebasa el metro setenta seguro que no se considera a sí mismo un gordo. Por supuesto, lo que él no parece percibir (aunque ahora quizás sí) es que no estaba gordo para bajar las escaleras de su casa y montar al coche de camino a la oficina, ni para salir a cenar con sus amigos, ni para sentarse en el sofá a comer pizza. Pero para huir de un depredador en la selva…para eso estaba muy gordo. A Lucas le ha costado una barbaridad subirlo, pero por suerte el depredador es él y eso siempre proporciona una serie de ventajas. Por ejemplo la inteligencia. Los depredadores comen carne y la proteína que esta contiene les desarrolla el cerebro. Su presa en este caso es también un depredador, pero la diferencia es que Lucas es un depredador de depredadores por lo que está acostumbrado a mirar a su alrededor y observar cómo puede valerse del entorno. Está acostumbrado a tener que ser el más inteligente de la habitación, por exigencias del guión. Lo ha subido haciendo una polea con unas cuerdas y la viga del techo. También le ha cosido la boca, es la primera vez que hace algo así pero quiere probarlo. Odia los gritos de dolor. Todo lo que viene antes y todo lo que viene después es lo que él persigue y ansía. El proceso de gritos y sangre le sigue pareciendo un poco desagradable. De todos modos, el coserle la boca impide que la gente de fuera de la casa escuche los gritos, pero Lucas los oirá perfectamente. Ahogados en su garganta. Rebotando contra sus labios cerrados a la fuerza con sutura. ¿Le dolería tanto como para acabar destrozándose la boca al intentar gritar? No sabe cuánto hace que se ha quedado inconsciente. Lucas levanta la mano derecha, con la que empuña el cuchillo, y con la punta de la hoja de este, roza levemente la piel del hombre. Sin dañarla. Es tan frágil. Es como cortar plástico con unas tijeras bien afiladas. A Lucas le impactó mucho la primera vez que vio como desollaban a un conejo. ¿Cómo un ser que es capaz de mostrar tal brutalidad es luego capaz de condenar que un ser humano insulte a otro en un medio de televisión? Era tan ridículo, tan risible, que parece una broma de una especie superior para con ellos mismos. Una broma que nadie parecía entender. Salvo Lucas.

Se dio la vuelta y se alejó del cerdo colgado boca abajo. Se miró en un espejo del sótano. Se había dejado la barba muy larga, y la había recortado de forma que su perilla fuera aún más larga y espesa, como una suerte de barba espartana pero mucho más larga. Se había dejado la barba porque uno nunca sabe dónde hay una cámara, o un ojo ajeno. También vestía ropa demasiado rockera para él. Comprada en un mercadillo hacía un par de semanas. Encima de la ropa llevaba uno de esos chubasqueros de plástico que le llegaban hasta los tobillos. Se había cambiado los zapatos y se había puesto unas botas de lluvia amarillas. Dos tallas por encima de la que él llevaba, por si acaso dejaba alguna huella. Le mostró los dientes al espejo y descubrió un trozo rojo entre la paleta derecha y su incisivo lateral derecho. Lo sacó con ayuda de la lengua y lo observó entre sus dedos. Era atún crudo. Siguió caminando hacia la caja que había abierta en la mesa del sótano. Escogió un corte relativamente grueso de shashimi de pez mantequilla y se lo metió a la boca. Primero disfrutó del sabor que se producía mientras lo salivaba y después lo mordió un poco. Sólo un poquito. Disfrutó de la textura. Después lo engulló de golpe. Sonrió con satisfacción. Internamente. Lucas siempre mostraba sus emociones internamente. Él era consciente de ellas y es lo único que necesitaba. Era un simio solitario. Cerró los ojos y disfrutó de la sensación del barbitúrico. Los abrió y se giró con el cuchillo en la mano. Lucas no tenía mucha idea de medicina, lo cual le gustaba porque casi siempre todo era una especie de experimento para él. ¿Se despertaría el cerdo al empezar a notar que el cuchillo le desgarraba la piel? ¿No? ¿Lo haría entonces cuando lo notase hundirse lentamente en sus entrañas? Lucas suspiró mirando a su presa. Intentó recordar cómo despellejaba su abuela a los conejos para la paella de los sábados. Después se dispuso a intentar hacer lo mismo con un simio de unos noventa kilos más.

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