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28 dic 2015

Un ejército de marginados

La primera vez que vi al Basi, yo venía del Mercadona. Esa vez estuve realmente cerca pero, tras cinco minutos dando vueltas en la puerta, finalmente me di media vuelta sin entrar. Volví todo el camino a casa clavándome las uñas en las palmas de las manos. Mordiendo la bufanda. Maldiciendo tres veces cada vez que maldecía. Y sin pisar las baldosas rojas. El Basi estaba cruzando hacia su casa aunque, claro, yo eso aún no lo sabía. Andaba de una forma exageradamente forzada, adelantando mucho más su pierna derecha que la izquierda. Le gritaba a alguien al otro lado de la acera. Supuse que imitaba a algún deficiente que había visto en la televisión, para deleite de sus colegas. Aunque sus colegas no parecían reírse. A mí no me gustó, porque siempre he creído que la sociedad actual abusa demasiado del término “retrasado”. Y de las burlas. Así que seguí mi camino diciendo en voz baja: “gilipollas, gilipollas, gilipollas.” Una, dos, tres veces. Como siempre. Entré a la panadería mirando fijamente al suelo pero había cola así que fingí que miraba el móvil y salí fuera. Di tres vueltas a la manzana (una, dos, tres) y volví a entrar. No había nadie, así que pedí.

La segunda vez que le vi fue en la panadería. Yo quería comprar pan porque me apetecía cenar bocadillos. Tres bocadillos. Uno, dos, tres. Siempre los preparo igual, de salchichón, jamón y queso. Uno con tres lonchas de salchichón, luego las de jamón y por último las de queso. Luego otro con las del jamón, el queso y el salchichón. Por ese orden. Y el último queso, salchichón, jamón. La gente piensa que soy raro, pero realmente aprecio la diferencia entre los tres. Uno, dos, tres. De todas formas, siempre he creído que la sociedad actual abusa demasiado del término “loco”. Y de la condena. El caso es que estaba mirando al suelo cuando entró, charlando un poco con Enrique, el panadero. El Basi vino directo a mí, aún no sé por qué. Me miró buscando mis ojos. Le rehuí. Se agachó un poco incluso, para mirarme directamente a la cara. Me sentí invadido. Cohibido, cohartado, indefenso. Eso es, indefenso, indefenso, indefenso. Pero a una parte de mí le gustó mucho, aún no sé por qué. Era la primera vez que alguien rompía mi zona de confort en años.

La tercera vez fui yo quien levantó la cara para mirarle directamente a los ojos. No sé cuánto hacía que no miraba a un desconocido a los ojos. Los ojos. Uno, dos, tres. Me di cuenta entonces de que el Basi no estaba bromeando aquel día, cuando cojeaba y gritaba casi inentendiblemente. Me contó que iba a la escuela de aquí al lado. Que compraba siempre en la misma panadería que yo porque su abuela también compraba allí. Que tenía 15 años aunque pareciese más jóven y que sus profesores creían que, si se esforzaba, podría llegar al instituto. No sabía si el Basi no iba a algún centro de Educación Especial porque su familia no tenía dinero o si eran gratis o si así lo habían decidido o yo que sé. Tampoco le pregunté. Me pidió que le acompañase a la panadería y me sorprendí aceptando de buen grado.

Desde entonces nos vemos regularmente. Por la tarde, cuando baja al parque a ver como juegan al fútbol el resto de niños de su edad. Yo me siento con él en el banco y miro como los hombres de mi edad pasan a toda prisa, fumando y gritando al móvil. Pero hoy ha sido especial. El Basi no me pregunta por qué he llorado un poco pero es consciente de que hemos hecho algo mucho más importante que comprar un pack de 3 napolitanas de chocolate en el Mercadona. Una, dos, tres. Es la primera vez que he entrado al Mercadona en mi vida desde que mamá se fue. Me voy a esforzar porque no sea la última, y, algún día, me juro, entraré sin el Basi. Pero ahora sólo estoy pensando en que es una lástima que esta tercera napolitana no la aproveche nadie. Que necesitamos otro amigo. No, decenas de ellos. Copar los bancos de los parques y sentarnos a mirar palomas y reír y tomar el sol. Como hacen todos los otros. Crear un ejército. Un gran y magno ejército de marginados. Con la única intención con la que se debería formar un ejército: que nadie esté solo. Que los locos, los retrasados, los raros, nos acompañemos los unos a los otros incluso a comprar el pan a la panadería.

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